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 ENTRADAS RECIENTES

Casas viejas, un paraíso escondido

  • Texto & Foto MAREAVIVA
  • 17 sept 2015
  • 3 Min. de lectura

Elegimos el sendero que comunica La Pampita en la entrada del pueblo de La Cumbrecita para llegar a Casas Viejas. Subimos y bajamos por entre las piedras con formas de fieras y caras de tangueros, pedazos de cuarzos brillan entre las rocas. Una subida con un sendero de tierra casi blanca: cruzamos la tranquera de bienvenida a la estancia de más de doscientos años que se acomoda al margen del Río del Medio (el mismo que 4.5 kilómetros abajo pasa por el pueblo) con las Sierras Grandes en su cara oeste y el Cerro Corona como vigía. Sierra arriba la Pampa de Achala primero y más allá, hacia el poniente, el Valle de Traslasierra. El lugar supo ser tierras de los indios comechingones, pueblo originario milenario que fue arrazado por los colonizadores.

Casas Viejas lleva su nombre en remembranza a las construcciones de piedras de 500 años hechas por los indios Comechingones que resisten el paso del tiempo y del espacio.

Hoy día son solo tres habitantes: Doña Genara, Aldo y Jacinto, dos de sus diez hijos, quienes se ocupan del trabajo diario y del cuidado de los animales de la estancia. Conversamos en la mesa del comedor mientras Aldo ceba mate dulce. Dos cucharadas de azúcar por cada una de yerba rellenan el mate de algarrobo con el agua que sube hasta arriba y la bombilla revuelve como cuchara. Hace frío, entre charla y charla un matecito caliente y pan casero son un mimo serrano espirituoso.

Armamos la carpa a una cercanía prudente del río ya que las crecidas imprevistas son comunes. El agua proviene del brote de distintas vertientes y arroyos que se forman con las intensas lluvias de verano. Se dice que cada quince años sucede una crecida del río que lleva a peligrar a todo aquello que esté cerca. Es así que cada vez que ven que el río tiene más caudal que lo normal, los habitantes de la estancia dan aviso al jefe del cuerpo de los Bomberos Voluntarios de La Cumbrecita.

Los vientos bien tirantes, aislantes para amortiguar el frío y la mochila-almacén colgada en el árbol para que los chanchos, las gallinas, los zorros y los perros no coman la comida. El primero de los tres fogones le hace frente a la noche temprana antes de que vayamos a dormir.

Amanece con un sol radiante que poco a poco es cautivo de las nubes blancas que cubren el cielo. El viento nos plancha contra el pasto atrincherándonos horizontalmente. Salimos de caminata río arriba para perdernos entre las montañas. Ubicadas sobre una pampita verde hay seis piedras alineadas equidistantemente entre una y la otra señalando el oeste. Las pircas de antaño siguen encastradas a la perfección como si hubieran sido construidas ayer. Estando a aproximadamente 1700 metros de altura el casco de la estancia se ve como una postal perfecta: la casa en el vértice de un abanico desplegado hacia el río que la corta horizontalmente, ovejas y caballos en las lomas de verde pasto y un semicírculo de sauces brotando de primavera. Dos hectáreas que a medida que avanzamos hacia el faldeo de la sierra se van haciendo un puntito más pequeño.

Cruzamos el río para regresar y nos encontramos con una de las antiguas casas de los indios comechingones. Un círculo de piedras de cuatro metros de diámetro y sesenta centímetros de altura que sobresalen de entre otras rocas. ¿Habría sido una cocina o tal vez una habitación?

Doce del mediodía: el mate deja paso al salamín con pan y queso de la picada previa a las empanadas fritas de carne dulce de Doña Genara, mientras un cordero carneado esa misma mañana se cocina en el horno chileno del quincho trasero.

Casas Viejas es un paraje natural habitado en que se respira tranquilidad, naturaleza y sencillez. El río abajo corriendo por entre las piedras aparentemente inmóviles, la tierra fértil y la infinita espacialidad que nos brinda el cielo.

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